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viernes, 26 de marzo de 2010

¡Queme el libro! – La Historia de Vincenzo di Francesca.

por Don Vincent Di Francesca.
Liahona Julio 1968.

NACI el 23 de septiembre de 1888 en Gratteri, provincia de Palermo, Sicilia, hijo de Joseph D. y Marianne D. María Francesca. El 22 de febrero de 1892, falleció mi madre, y con mi hermano Antonine y mi hermana Josephine, fui a vivir con mis abuelos maternos.
Cuando tenía siete años, asistí a la escuela primaria. Mi abuelo, deseando que yo pudiera recibir un entrenamiento de naturaleza religiosa, hizo los arreglos para que mi primo, Vincent Serio, me enseñara. Tuve tanto éxito en desarrollar el arte de leer Escrituras, que para cuando tenía 11 años de edad, mi maestro me alabó diciendo que yo había sido bendecido para tener tan gran don.
En noviembre de 1900, se me permitió ingresar a una escuela secundaria dirigida por una orden religiosa, y ahí estudié religión hasta 1905. Mientras tanto, mi hermano Antonine, que había inmigrado a Nueva York, me invitó a venir a América. De esta manera, a la edad de 17 años, zarpé de Ñapóles, llegando a Nueva York el 12 de octubre de 1905. Ahí conocí a un amigo de mi hermano, Ariel Debellón, un pastor de la rama italiana de una de las iglesias protestantes, quien me asignó como maestro para servir entre los miembros de la congregación. Estaba tan asombrado con mi don de leer las Escrituras, que me sugirió que asistiera al Colegio Knox en la ciudad de Nueva York. Seguí su consejo y me gradué en religión el 24 de noviembre de 1909.

Mientras recuerdo los eventos de mi vida que me llevan a una fría mañana de febrero de 1910, no puedo dejar de sentir que Dios se había acordado de mi existencia. Esa mañana, el conserje de la capilla italiana me entregó un recado del pastor, en el que me comunicaba que estaba enfermo y me pedía que fuera a su casa, ya que tenía varios asuntos importantes que quería discutir concernientes la parroquia.
Mientras caminaba por la calle de Broadway, el fuerte viento del mar abierto soplaba helado, así que permanecí con la cabeza baja y la cara en dirección contraria al viento. Fue entonces que vi lo que parecía ser un libro, colocado sobre un barril lleno de cenizas, el cual pronto sería recogido por los camiones de basura. La forma de las páginas y la manera en que estaban encuadernadas me dieron la impresión de que era un libro religioso. Con curiosidad lo levanté y lo sacudí contra el barril para quitar las cenizas de las páginas; estaba escrito en inglés. Busqué el frontispicio pero lo habían arrancado.
Mientras permanecía con el libro en mis manos, la furia del viento dio vuelta a las páginas y uno por uno, los nombres de Nefi, Mosíah, Alma, Moroni, e Isaías aparecieron ante mis ojos. A causa de que el viento era tan frío, rápidamente envolví el manchado libro en un periódico y continué mi camino.
Al llegar a la parroquia, dije unas palabras de ánimo a mi colega Scarillo y acepté las responsabilidades que me asignó durante su enfermedad. Al volver a mis habitaciones, mi mente reflexionaba sobre el libro que estaba en mis manos y los nombres extraños que había leído. ¿Quiénes eran estos hombres? ¿Quién era este profeta Isaías? ¿Era éste el mismo del que había leído en la Biblia, o era otro?
Cuando estaba nuevamente en mi habitación, di vuelta cuidadosamente a las hojas rotas y llegué a las palabras de Isaías, las cuales leí con mucho cuidado. ¿Cuál sería el nombre de la iglesia que eseñaba tal doctrina en palabras tan sencillas? La cubierta del libro y las páginas que contenían el título habían desaparecido. Leí la declaración de los testigos en las primeras páginas, y me impresioné grandemente por la fortaleza de sus testimonios, pero no había ninguna otra clave para la identificación del libro.
En la farmacia cercana compré alcohol y algodón y comencé a limpiar las manchadas páginas. Entonces, por varias horas, leí lo que estaba escrito en ellas. Cuando leí el capítulo diez del Libro de Moroni, cerré la puerta de mi habitación y con el libro en mis manos, me arrodillé y pedí a Dios, el Eterno Padre, en el nombre de Jesucristo su Hijo, que me comunicara si el libro era de Dios. A medida que oraba, sentí que mi cuerpo se enfriaba, entonces mi corazón comenzó a latir más fuertemente, y un sentimiento de tibieza y alegría me inundó y llenó con tanto gozo que no puedo encontrar las palabras para expresarlo. Supe que las palabras del libro venían de Dios.
Continué mis servicios en la parroquia, pero mis predicaciones estaban mezcladas con las nuevas palabras que había encontrado en el libro. Los miembros de mi congregación estaban tan interesados en ellas que pronto se sintieron descontentos con los sermones de mis colegas y pronto les preguntaban porqué no predicaban los dulces argumentos de Don Vincent. Este fue el comienzo de mis problemas. Mis colegas se enfadaron cuando los miembros comenzaron a abandonar la capilla durante sus sermones, y se quedaban cuando yo estaba en el pulpito.
El principio de una verdadera discordia comenzó en la nochebuena de 1910. En mi sermón de aquella noche, conté la historia del nacimiento y misión de Jesucristo, tal y como se describía en mi nuevo libro. Cuando terminé, algunos de mis colegas, sin una sombra de vergüenza, públicamente contradijeron todo lo que había dicho. Lo absurdo de sus afirmaciones me molestó tanto que abiertamente me rebelé contra ellos. Me denunciaron y entregaron al comité de censura para una acción de disciplina.
Cuando aparecí ante este comité, los miembros me dieron lo que se suponía era un consejo paternal. Me aconsejaron que quemara el libro, el cual decían era del diablo, ya que había causado tantos problemas y había destruido la armonía de los hermanos. Les contesté dándoles mi testimonio de que el libro que me pedían que quemara era la palabra de Dios, pero a causa de las páginas que faltaban no sabía el nombre de la Iglesia que lo había publicado. Les declaré que si lo quemaba, ofendería a Dios; que prefería salir de la congregación de la iglesia, que ofenderlo. Cuando dije esto, el presidente del consejo terminó la discusión, declarando que se decidiría el asunto en el futuro.
No fue sino hasta 1914 que me presenté nuevamente ante el consejo. El vicepresidente habló en un tono amigable, sugiriendo que las palabras cortantes de los miembros del comité en la audiencia previa pudieron haber sido la causa que me provocó, lo cual sentían mucho, ya que todos me querían y tomaban en cuenta la ayuda que siempre les ofrecía. “Sin embargo”, dijo, “debo recordar que la obediencia—completa y absoluta—es la regla”. La longanimidad de los miembros a las que había continuado enseñando falsedades, había llegado a su fin, tenía que quemar el libro.
En contestación, declaré que no podía negar las palabras del libro ni tampoco lo quemaría, ya que al hacerlo ofendería a Dios. Dije que esperaba con ansia el tiempo en que la iglesia a la que el libro pertenecía se me diera a conocer y poder ser parte de ella. En ese momento, el vicepresidente gritó: “¡Basta! ¡Basta!” Entonces leyó la decisión que el consejo había tomado: Se me despojaría de mi puesto como pastor de la Iglesia del Buen Pastor y todo derecho y privilegio de los cuales una vez había gozado.
Tres semanas más tarde se me pidió presentarme ante el sínodo supremo. Después de darme una oportunidad de retractarme de lo que había confesado, lo cual rehusé hacer, el sínodo confirmó el juicio del consejo. Por tanto, se me suspendió completamente del cuerpo de la Iglesia.
En noviembre de 1914, fui llamado al servicio militar italiano y enviado al puerto de Ñapóles. Estuve en acción en Francia, en donde experimenté las tristezas y sufrimientos asociados con las batallas de la Primera Guerra Mundial. Recordando las acciones del libro que había leído, relaté a varios de los hombres de mi compañía, la historia del pueblo de Ammón—de cómo rehusaron verter la sangre de sus hermanos y enterraron sus armas para no ser culpados por tan grandes asesinatos. El capellán habló al coronel acerca de mí, y al día siguiente me llamó a su oficina. Me pidió que le contara la historia que había relatado a los soldados, como está escrita en el capítulo veinticuatro de Alma. Entonces me preguntó cómo me había apoderado de ese libro que estaba escrito en inglés y publicado por una iglesia desconocida. Como castigo recibí la sentencia de diez días a pan y agua, con la orden de que no iba a hablar más acerca del libro y sus historias.
Después de la guerra regresé a Nueva York en donde encontré a un viejo amigo que era pastor de una iglesia metodista y que sabía la historia de mis problemas. Pensó que se me había juzgado injustamente y comenzó a interceder por mí con los miembros del sínodo, finalmente se me admitió a la congregación como un miembro seglar. Como experimento, se acordó que yo acompañaría al pastor metodista a una misión a Nueva Zelandia y Australia.
En Sydney, Australia, conocimos a unos italianos que preguntaron acerca de los errores en las traducciones de la Biblia publicada por la Iglesia Católica. No estuvieron satisfechos con las respuestas que mi compañero les dio y se disgustaron con él. Entonces me preguntaron a mí, y yo, sabiendo que tenía la verdad en el Libro de Mormón, nuevamente conté la historia de la aparición de Cristo a las personas de la tierra ahí descrita, y que Cristo había dicho: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; a éstas también debo yo traer, y oirán mi voz; y habrá un redil y un pastor.” (3 Nefi 15:17) Cuando me preguntaron dónde había aprendido tales enseñanzas, les conté acerca del libro que había encontrado. La historia les pareció muy tierna pero para mi colega fue muy amarga e informó lo ocurrido al sínodo. Nuevamente su anterior sentencia fue confirmada y se me excluyó de la iglesia para siempre. Poco después, regresé a Italia.
En mayo de 1930, mientras estaba buscando cierta información en un diccionario francés, repentinamente vi la palabra “Mormón”. Leí las palabras cuidadosamente y encontré que una Iglesia Mormona había sido establecida en 1830 y que la misma operaba una universidad en Provo, Utah. Escribí al presidente de esta universidad, pidiéndole información acerca del libro y las páginas que faltaban. Recibí la respuesta dos semanas más tarde, en donde se me comunicaba que mi carta había sido entregada al Presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que él me informaría acerca del libro, el cual en realidad pertenecía a la Iglesia Mormona.
El 16 de junio de 1930, el presidente Heber J. Grant dio respuesta a mi carta y envió una copia del Libro de Mormón, el cual había sido traducido al idioma italiano por el presidente Lorenzo Snow mientras era misionero. El presidente Grant me informó que el élder John A. Widtsoe era presidente de la Misión Europea de la Iglesia, con cabecera en Liverpool, Inglaterra, y que a él le entregaría mi solicitud. Unos días más tarde, el élder Widtsoe me escribió de Liverpool y me envió un folleto que contenía la historia del profeta José Smith, acerca de las planchas de oro y la aparición del Libro de Mormón. Después de tanto tiempo, por fin sabía el resto de la historia que había empezado hacía muchos años, cuando, guiado por la mano de Dios, encontré el libro sobre un barril de cenizas en una calle de la ciudad de Nueva York.
El 5 de junio de 1932, el élder Widtsoe vino a Ñapóles a bautizarme, pero se suscitó una revolución entre los Fascistas y anti-Fascistas en la isla de Sicilia, y la policía de Palermo negó los permisos para abandonar el lugar. De esta manera se me negó la oportunidad de bautizarme en aquel tiempo.
El año siguiente, el élder Widtsoe me pidió que tradujera el folleto de José Smith al italiano y que se imprimieran 1.000 copias. Llevé mi traducción al impresor, Joseph Gussio, quien llevó el material al obispo católico de la diócesis de Cefalu. El obispo ordenó al impresor que destruyera dicho material Solicité un juicio contra el impresor, pero todo lo que recibí de la corte fue una orden para que él me entregara el folleto original, el cual había tirado a un cesto de basura en el sótano.
Cuando el élder Widtsoe fue relevado como presidente de la misión en 1934, comencé mi correspondencia con el élder Joseph F. Merrill, que lo sucedió. Puso mi nombre en la lista de suscripciones del Millennial Star (Estrella Milenaria) la cual recibí hasta 1940 cuando fue suspendida a causa de la II Guerra Mundial. En enero de 1937, el élder Richard R. Lyman, sucesor del presidente Merrill, me escribió para informarme que él y el élder Hugh B. Brown estarían en Roma en una fecha determinada y que yo podría esperarlos para bautizarme. La carta se demoró a causa de la guerra y no la recibí a tiempo.
Desde entonces hasta 1949, no tuve ninguna noticia de la Iglesia, pero permanecí como un fiel seguidor y prediqué el evangelio de la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Tenía copias de los libros canónicos y traduje capítulos al italiano enviándolos a mis conocidos con el saludo: “¡Buenos días! ¡El alba ya rompe . . . Jehová habla!”
Él 13 de febrero de 1949, empecé de nuevo la correspondencia con el élder Widtsoe en la cabecera de la Iglesia en Salt Lake City. El élder Widtsoe contestó mi carta el 3 de octubre de 1950, explicando que había estado en Noruega. Le envié una carta bastante larga en la cual le pedí que me ayudara a bautizarme lo más pronto posible, porque sentía que había probado ser un hijo fiel y un puro siervo de Dios, observando las leyes y mandamientos de su reino. El élder Widtsoe pidió al presidente Samuel E. Bringhurst de la Misión Suiza que fuera a Sicilia a bautizarme. El 18 de enero de 1951, el presidente Bringhurst llegó a la isla, y fui bautizado en Imerese, Provincia de Palermo. De acuerdo a los registros de la Iglesia, este fue aparentemente el primer bautismo efectuado en la Isla de Sicilia. Entonces, el 28 de abril de 1956, entré al Templo en Bern, Suiza, donde recibí mis investiduras.
Por fin, ¡estaba en la presencia de mi Padre Celestial! Sentía que ahora había probado ser fiel en mi segundo estado después de haber buscado y encontrado la verdadera Iglesia por medio de un libro desconocido que encontré hace muchos años, sobre un barril de cenizas en la ciudad de Nueva York.
El élder Don Vincent Di Francesca falleció el 18 de noviembre de 1966, en Gesta Graten (Palermo) Italia.

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